La pandemia provocada por la enfermedad del Covid-19 ha generado importantes sentimientos de incertidumbre, temor, ansiedad y angustia en la población mundial. Sin embargo, no podemos desconocer que existen personas que dadas sus condiciones socioeconómicas, etarias, de salud, etc., el impacto de la crisis sanitaria y sus implicancias han hecho que la vivencia de dicha incertidumbre adquiera una intensidad desestabilizadora.
Este es el caso de las personas diagnosticadas de cáncer.
Vivencia emocional de la pandemia en personas diagnosticadas de cáncer
Tempranamente definidos como pacientes de riesgo, las y los pacientes oncológicos debieron leer y escuchar durante las primeras semanas de la pandemia, las noticias y proyecciones que anticipaban que tal vez, en un escenario extremo de escasez de recursos sanitarios y ante la necesidad de definición de criterios de priorización para determinar el uso de camas UCI, ventiladores mecánicos, etc., las personas mayores, pacientes en estado terminal y con enfermedades crónicas (entre ellos con patologías oncológicas), podían ser secundarizados frente a otros con mejores expectativas de vida.
Con el paso de las semanas y meses, junto a la elaboración de guías ético clínicas, la clarificación de estos puntos por parte de autoridades sanitarias, la mejora en la comunicación de cara a la población, estas y otras aprehensiones se fueron aplacando.
No obstante, las personas en tratamiento oncológico debieron enfrentar nuevas preocupaciones asociadas a cambios en sus esquemas de tratamiento, el espaciamiento de los controles médicos y otras medidas con el fin de reducir a lo estrictamente necesarias, las visitas a los recintos hospitalarios y así minimizar las posibilidades de contagio. A la angustia producida por el cáncer en sí mismo, se sumó así la incerteza respecto a si el orden de los factores (en cuanto a los tratamientos), alteraba el producto (los resultados de los mismos), además de asumir una hipervigilancia a las medidas de seguridad y protección, por la “doble militancia” de ser un paciente con cáncer y ser una persona de riesgo para el contagio por Covid-19.
Por otra parte, a la sensación de inseguridad por la perdida de cotidianeidad con el equipo tratante, se sumó la falta de soporte, por la imposibilidad de tener cerca a la red de apoyo por las restricciones de contacto, las medidas de cuarentena, toque de queda y otros que limitaron el desplazamiento de cuidadores y seres queridos, y los nuevos desafíos asociados al uso de tecnologías para conectarse, que no sólo implicó el aprendizaje de las mismas, sino el impacto emocional de ser visto por periodos sostenidos de tiempo sin cabello, cejas, y/o demacrados/as en cámara, al tiempo de verse interpelados a mirarse a si mismos/as a través de la pantalla, cuando tal vez ni siquiera se ha superado el reflejo durante la mañana frente al espejo.
Ahora aparece la esperanza del comienzo del fin de esta crisis global con la vacuna. Sin embargo, emergen junto a ella dudas, interrogantes, suspicacias, desconfianzas y teorías conspirativas, que van desde la duda razonable hasta afirmaciones y llamados francos a no vacunarse, en tanto la vacuna sería la coronación de la “plandemia”, teoría que plantea que la pandemia sería el resultado de una conspiración y que fue “planificada” (de ahí el neologismo entre plan y pandemia).
Así a las teorías conspirativas principales respecto a la vacuna del coronavirus, como que su inoculación alteraría el ADN, que se aprovecharía para implantar microchips rastreables (con la Fundación Gates y Bill Gates a la cabeza, quien ha tenido que salir a desmentir dicha teoría dado su alcance mediático), que en su producción se habrían utilizado células fetales de tejido pulmonar y que el riesgo de la vacunación es mayor que morir por Covid-19, se suman las dudas respecto a la seguridad de la vacuna cuando existe una enfermedad de base como el cáncer, enfermedad de por sí vulnerable a la desinformación, las fake news y las teorías conspirativas, lo que aumenta la percepción de inseguridad y temor con la que los y las pacientes han debido vivir durante toda la pandemia.
En este año donde todo pareciera ser un capítulo de una serie de ciencia ficción en un futuro distópico, no es de extrañar que muchas personas con cáncer se encuentren inseguras respecto a la vacuna. Y no porque sean representantes de movimientos antivacunas, ni porque se acojan a teorías conspirativas como las mencionadas (que poco contribuyen), sino por el contexto de incertidumbre, la ansiedad que les ha tocado vivir, la relación de la sociedad con la patología y a la gran desinformación en relación a la vacuna y este grupo en particular.
Vacunarse o no: Esa es la cuestión
Hoy sabemos que los pacientes con cáncer poseen un mayor riesgo de sufrir COVID-19 grave, siendo los pacientes con cánceres hematológicos, pulmonares y metastásicos los que se asociarían con un aumento persistente del mismo. Según las Declaraciones de la European Society for Medical Oncology para la vacunación contra COVID-19 en pacientes con cáncer, las personas con tumores sólidos presentarían un mayor riesgo durante el primer año después de haber sido diagnosticados, riesgo que iría descendiendo a su valor inicial a los 5 años del diagnóstico. Esta condición hace que los pacientes oncológicos deba ser un grupo prioritario en los calendarios de inmunización de los países.
Actualmente hay evidencia suficiente para apoyar la vacunación contra el SARS-CoV-2 en pacientes con cáncer (dejando fuera aquellas vacunas con virus atenuados y las vacunas con vectores competentes para la replicación), ya que ninguna de las vacunas actualmente recomendadas, tanto la de RNA mensajero como la de virus inactivado, contienen el virus “vivo” (a pesar de que los virus no tienen “vida” propiamente tal, podríamos mejor hablar de un virus en “off”), lo que imposibilita que pueda multiplicarse.
Si bien los estudios iniciales para probar las vacunas contra el COVID-19 no fueron probadas en personas con cáncer, ya que requerían ser probadas sobre sistemas inmunológicos saludables (y ciertos tipos de tratamientos oncológicos como la quimioterapia, la inmunoterapia, el trasplante de médula ósea, la inmunoterapia, etc., pueden afectar la función del sistema inmune), no existen mayores dudas respecto a su seguridad sino más bien a qué tan eficaz será la vacuna para prevenir la infección en personas con el sistema inmune debilitado.
Es por esta razón que para pacientes con cánceres hematológicos (a la sangre) como la Leucemia, el Linfoma o el Mieloma Múltiple y/o aquellos que se encuentran sometidos a esquemas de quimioterapias muy agresivos, más que la interrogante de vacunarse o no, la pregunta correcta sería cuándo hacerlo, y aquí las recomendaciones internacionales son que estos pacientes demoren la vacunación al menos 3 meses hasta que su sistema inmune se haya recuperado lo suficiente para generar los anticuerpos necesarios y así responder adecuadamente a la vacuna. En estos casos resulta relevante que el entorno (cuidadores) se encuentren inmunizados mientras el o la paciente pueda hacerlo, de modo que, de manera indirecta, se encuentre protegido/a disminuyendo las probabilidades de contagio.
El mejor momento para la vacunación dependerá entonces de los escenarios terapéuticos individuales y lo ideal sería antes de iniciar la terapia sistémica. No obstante, si ya se ha comenzado es posible recibir la vacuna durante durante la terapia.
Podemos concluir en relación a la vacunación de las personas diagnosticadas y con historial de cáncer, que los beneficios parecen superar de manera significativa a los riesgos posibles.
Esta información es vital de ser comunicada de manera clara, transparente y por canales de información abierta a las y los pacientes oncológicos y sus cuidadores, atendiendo a la incertidumbre y ansiedad propios de la vivencia del cáncer, al estrés que han debido hacer frente durante la crisis sanitaria, y a la vulnerabilidad de la patología y de quienes la viven a la desinformación, las fake news, las terapias sin evidencia y un eterno etc., para otorgar seguridad y apoyar una toma de decisiones autónoma respecto al proceso de salud de las personas con patologías oncológicas.